11/8/09

Tiempo de vernos (II)

Pensé llegar a café “La Máquina” en Alcanfores pero nos perdimos. Ya había ido varias veces allí por diferentes rutas, pero esta vez no supe como llegar. Le hice caminar demás. En cada esquina me preguntaba, con esa voz cándida que tanto me gusta, si estábamos cerca. Sí lo estábamos pero el enredo de calles y joyerías me atarantaron. Si que fue un pequeño tropiezo. La angustia.

Sin modo de encontrar aquel local, me propuso buscar algún café del Kennedy. Llegamos a uno donde las mesitas están cerca a la vereda, con toldo y lámpara de vela en cada tablerito. Un lugar de poca iluminación y tranquilo.

Para mi un café, y ella un jugo helado. Prendo un cigarro y la miro. Me sonríe. Hermosa como la luna. Vital verla. Imprescindible quererla. Me encantó desde la primera vez que nos vimos. Y ahora, estaba otra vez conmigo de manera diferente como una amiga y, no como la chica a quien abrazaba al caminar, a quien besaba con fervor.

Tomaba su juguito risueñamente. Jugaba con la cañita. Yo prendía un cigarro más. Aun no hablábamos de nosotros. Solo de estudios, música, planes y bla bla bla… La miraba fijamente. Mis ojos le decían que la extrañaba. Se ponía rojita. Tiernamente nerviosa. Y le pregunté lo que me dijo, eso de “es raro verte”.

Cogió la envoltura de la cañita. Jugaba con él. Miraba como jugaba. Aún más nerviosita. Y me dijo: “es que te veo como… como el chico con quien salía y por eso me es raro verte. Así. Ahora”. Además agregó que todo había sido muy rápido. Intenso. No pensó hacer todo lo hecho conmigo.

Entendí su lenguaje. Sus palabras. No le dije que aun me importaba. Que había pensado mucho en ella. Que estoy feliz por haberla conocido. Que aunque la primera vez que nos vimos no cruzamos palabras, habíamos dejado estigmas de que nos necesitábamos. Que ese segundo encuentro en Onuba fue porque destinábamos a reencontrarnos lo más pronto posible. Que nunca estuve tan nervioso de besar a una chica. Que sus besos son lo más ricos del mundo. Que daría todo de mi por ella. Que la quiero mucho.

Salimos del café. Prendimos esta vez un cigarro cada uno. Ella quería unos alfajores. Probé un par. Caminamos un poco. Nos sentamos cerca donde señores jugaban ajedrez. Pusimos un poco de música de mi celular. El frío era intenso. Me pidió caminar. Compré más cigarros. Le había dicho que fume solo uno. Fumó cinco. Luego, la acompañé a Larcomar. Su amiga la esperaba.

Yo espero verte otra vez.

3/8/09

Tiempo de vernos (I)

No sabía que aun dormía. Escuché su voz tenue, de recién despertarse. Sin querer interrumpí sus sueños siendo casi mediodía. Sentí nervios cuando contestó el celular. Más un poco de culpa cuando me dijo que la había despertado. Pedí disculpas del caso. Ella, como siempre tan dulce, con esa voz frágil y enigmática dijo que no era nada. Sentí menos culpabilidad. A nadie le agradaría que le quiten el sueño.

Tenía que recoger una constancia en la universidad ese día en la tarde y luego, pensé visitar a “A”. Eran exactamente dos meses que no sabíamos nada de nosotros. Aunque nos habíamos cruzado un par de veces. Algo rápido. Cuando fui a su casa para tomar con su primo, y la otra dejarle el disco de Gaia que me había prestado.

Le hice saber que en la tarde estaría en la facultad, cerca de su casa, y que podía verla después. Se quedó callada. Yo también. ¿Qué le podía decir ante su silencio? El sigilo aumentaba. Pensaba en lo torpe que había sido por la forma de habérselo dicho. Aún no decía nada. Calculé cerca de 10 segundos. Demasiado. Asfixiaban. Excesivos para una respuesta de dos alternativas. Si o no. Y dijo: “es raro verte”.

Esas tres palabras me dejaron atónito. ¿Qué significarían esas palabras para ella? ¿Qué me querría decir con eso? Pensé en quizás una nueva forma leve de decir; no te quiero ver. Un “no” más suavecito. Sin tanto dolor. Con menos roche. Menos arroz. Después de esas palabras, intercambiamos unas cuántas más sin sentido y que no recuerdo. Un “me llamas luego” fue lo último. Colgué.

Cerca de las cinco, en Surquillo, marqué nuevamente su número. Me dijo que estaba lista, que podía ir por ella.

A pasos de su casa, empecé a timbrar su celular. Modo que habíamos acostumbrado desde nuestras primeras salidas. Y llegó desde la derecha, de rojo. Venía de la tiendita del lado. Se acercó. Me saludó. Me miró como siempre. Como la primera vez. De la misma forma cuando me dijo que le gustaba. La manera más sencilla para cautivarme. Me pidió unos minutos. Tiempo para entrar a su casa, ponerse una chaqueta más abrigadora.
En camino a Miraflores, sentí la sensación de ese “dar un tiempo” que a veces se piden las parejitas para poner en orden sus sentimientos. Ella no me lo había pedido – me dio a entender lo que quería para nosotros – pero conscientemente por ambas partes nos los habíamos dado. A mi parecer, en 60 días sin haber hecho nada por los dos y cada uno por su lado, ese “tiempo” había servido para darme cuenta si fue una mera ilusión empezar una relación que duró poco más de un mes y que quedaba ahí o es con ella con quien quiero andar agarrados de las manos. Dándole mi calor. Protegiéndola. Ir hacia la luz. Al infinito. Andar descalzo.