26/4/09

!Como debe ser!

Estuve pensando en toda la inocencia que uno pierde cuando deja la niñez. Ese ángel que uno lleva dentro. La aureola que llevamos encima de nuestras cabecitas y que perdemos de a poco.

No sólo, por paso de los años, se pierde la cándida inocencia. También todo sentido de pudor. Claro, en un momento se piensa: ¡nunca haría eso!, ¡ni loco(a)!, ¡jamás de los jamases!, ¡ahí no!; y/o por último una irrefutable expresión de seguridad, ¡nicagando!

Ahora, es ver para creer. Indudablemente lo que se pensaba o sentía antes es cosa del pasado. Es obvio que no divulgaré nombres, así que, amigos (involucrados); pueden leer estas líneas con toda tranquilidad y sentirse identificados (algunos).

Ser "inocentón" pasando los 15, es probable ser el “pavo”, “ganso”, “monja”, “losser” o “monce” entre tus compañeros del colegio. No saber nada de la vida, es cuestión de no tener calle. No haber visto mínimo un par de películas triple x de la grandiosa Selene – básico – es no saber para que más se usa el pipilí. Mantener tu sexo 0 kilómetros es que no estás a la moda. Pero la virginidad, si es un caso aparte que se respeta a cada uno. Aunque es difícil encontrar a alguien que no lo haya hecho.

No tener lugar dónde tener intimidad es razón de varios motivos. Quizás están tan apuraditos con el “encontrón” que, sea donde sea, no importará. Puede ser que aunque se haga chanchita de a dos, no alcance ni para el anhelado hostal de 10 lucas de la av. 28 de Julio. Porque justo se pusieron calentones en el parque y ya no quedaba de otra que bajarse los pantalones y hacerlo de pie al lado del decente arbolito.

Pero eso sí, nadie le quitará esa extrema adrenalina que se siente cuando nada está planificado. Pensar que alguien puede venir y “ampayarlos” es tan excitante que cualquiera lo podría afirmar.

Como lo contó P, “… y me deje llevar, y lo hicimos en el baño de hombres del gimnasio al cual va, fue demasiado rico”; pedir prestado algún lugar de la casa de algún primo sea la hora que sea, en la cama de los padres o algún familiar de ella – qué falta de respeto –, sentaditos en las escaleras del edificio departamental familiar donde cualquiera puede salir, compartir a una misma chica en una noche salvaje y desenfrenada – ¡ojalá se hayan protegido R y C! -, cuando entras al dormitorio de ella a las tres de la mañana y para que la cama no haga ruido se decide hacerlo en el suelo echados encima de una frazada – lo recuerdo -, en el pasaje de la calle entrante donde hay poca luz, ¿o no L? – ¡más arrecho eres! -;en la cocina cuando le propusiste cocinarle con tu enamorada a tu suegra mientras ella hacía la limpieza – eso no se le echa a la sopa M -, y en la playa en pleno luz del día tapados con la toalla quiksilver - ¡te pasaste de pendejo G! -.

17/4/09

Matías

Parado con cuaderno en mano y apretadito en la combi que avanzaba por Javier Prado y a duras penas sosteniéndome, mandé un mensaje de texto a Matías para confirmarle que podía ir a mi casa a las 8:30 p.m.

Y llegó 15 minutos antes de lo acordado. Justo en un momento que devoraba un plato de arroz con pollo. No había almorzado – un hamburguesa, no es digno de llamarse almuerzo- como debía ser por lo apresurado que estuve con mi grupo por hacer un focus group después de clases – improvisado, sea de paso – y moría de hambre. Suena el timbre de mi casa y salgo a ver quién maldito es quien había interrumpido mi “almuerzo-cena”.

Era Matías. Renegué cuando lo escuché decir que saliera de mi casa tal como estaba. Nicagando, - ¡no jodas! – recuerdo haberle dicho. Estaba en media comilona y en fachas. Le hice esperar cerca de 20 minutos – en terminar de comer, asearme y vestirme – y salimos de mi casa.

El camino sería, de mi casa al Británico de Bolívar. Unas 12 cuadras por caminar. Durante la senda no paraba de hablar. De contarme lo mal que se sentía. De las casi dos semanas sin ver a su pareja porque ella se había enojado y no quería verlo. De no saber qué es lo que había entre ellos. De lo indiferente que se mostraba ella.

Me recordó lo que alguna vez sentí. Lo que mínimo alguna vez todos hemos sentido. La maldita incertidumbre de no saber nada de tu pareja y que te sofoca minuto tras minuto. Que ahorca y quita aire. La indiferencia que mata. Que desespera y te hace sobreactuar.

Para esto, él me buscó. Para que lo aconsejara. Para que le diga, de qué manera actuaría si fuera mi caso. Sé que no soy bueno dando consejos, pues experimentado no soy. Pero cada vez que se me ocurre meter mi cucharita cuando se trata de conflictos amorosos, siempre quien me escucha lo hace atentamente. Me da la razón, y si discrepa conmigo, lo hace tajantemente.

Llegamos al Británico y nos detuvimos a pocos pasos de la puerta principal. Ella saldría poco más de las nueve.

Ante la espera, sus ojos estaban rojos. Su rostro lleno de nerviosismo. Exactamente, cara de huevón. Fachada que ponemos los que malditamente se enamoran con el corazón y no con la razón. Quienes son emotivos. De sentimientos (como se dice).

Le metí un floro corto y solemne. Para la ocasión. Digno de un estudiante de comunicaciones. Atreviéndome a darle unos tips como si supiera de las reacciones de su pareja. Que todo estaba en la mente ¡Anda con fuerza! ¡Con fuerza!

Y ella salió con un grupo de a seis. Se despidió de todos y se nos acercó. Me la presentó. Se me ocurrió entablarle una pequeña conversa y hacerle sonreir. Nos reimos los tres brevemente. Era el momento de dejarlos. Sobraba. Me fui.

Dos horas más tarde me llegó un texto al celular: Gracias x todo… t debo una grande

Y es que, los amigos estamos para todo.

8/4/09

Equilibrio

Regresaste en un momento de mi vida en el que puedo retroceder para saltar más lejos. Tengo pocos segundos para pensar. Y respirar. Recuerdo tu silueta antes de descansar. Ahora, cuando soy pasajero de mis pasos.

Se me ocurre que debe llover. Ir. Darte mi abrigo. Abrazarte. Sólo abrazarte, con mis brazos largos y delgados.

Dices que soy el mismo. De quien te enamoraste. Vuelves a decirme “ojitos rasgados”. Me pongo rojo. Tantos recuerdos. Sólo nuestros.

Hablaste poco. Me miraste demasiado. Lo suficiente, para no volvernos.

Hacer todo en sentido contrario. Retar la gravedad. Forzar las leyes. A oscuras y de espaldas caminar. Cogernos de las manos sin tocarnos. Sentir que nunca nos dejamos.

De cerca otra vez. Tan cerca. Entre tú está lo que sentí. Los secretos de tu cuerpo. El desafío que me dejas.

Las dudas. Miradas. Creer. Son tus manos ahora, tu alma, es dejarlo todo por ti. Nunca lo pensé.

Por qué ahora apareces. Por qué. Ahora que improvisaba un mismo camino con ella. Cuando daba pasos junto con alguien que también sabe de mi. A quien me di por mucho tiempo. Con quien he dejado algo pendiente. Y que se desvanece de a poco. Porque está soltándome. Y empiezo otra vez a andar descalzo.

Sólo. Con la puerta abierta. Estaré en mi habitación con la luz apagada.

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Para ti. Con quien compartí parte de mi. Quien recordó mis sueños porque me los dibujó echados mirando el cielo. Porque me alegré estar en tu terraza después de mucho. Porque dejé mi libro en tu casa y no pienso recogerlo. También porque hiciste pasar las horas como si fueran minutos, se hizo tarde y no fui a clase. Porque empezaste a leer este pequeño blog no por obligación. Sino por curiosidad.